Evasión.
No quiero ver mi cuerpo en el espejo. Deliberadamente necesito evadir quien
soy, lo que soy y todo aquello que no seré jamás. Miro el teléfono para
embeberme en aquello que me aleje de mí misma. Mi cuerpo está aquí. Ahora. Mi
mente no. Pero ese desdoblamiento no existe. El cuerpo sigue frente al espejo,
habitando la casa que me expulsa y buscando razones para continuar habitando la
vida que conozco.
Y
leo. Observo los comentarios de las tantas mujeres de ese grupo. Todas peleando
por ventas, por posicionar sus pequeños comercios virtuales, por ofrecer la
talla correcta para el cuerpo que busca, urgentemente, una prenda que amolde su
figura, que aumente su trasero, que ofrezca sus senos con particular encanto. Y
perseguir el cuerpo ideal que habita en el imaginario de cada una y de cada
oferta, pero jamás de cada cuerpo real y no imaginario.
Estoy
aquí. En mi soledad y dispuesta a continuarla hasta que sea inevitable,
queriendo entender las formas en las que se puede estar presente y no.
Talla
XS, S. Talla 5. Talla 3. Y cada modelo es únicamente para las dimensiones que
se explicitan en cada foto. Prendas vacías que buscan un cuerpo, pero un cuerpo
alejado de un promedio que se disculpa, después de preguntar la talla, con una
frase que dice: “lo siento, soy mediana y de preferencia amplia”.
Está
en esos grupos de venta de ropa un cuerpo que no se ve, pero que se sabe cuánto
debe pesar, medir, cuánto espacio ocupar en la realidad y de qué maneras debe
lucir en ella.
Dejo
el teléfono. Regreso de mi evasión. Miro en el espejo y observo. Soy un cuerpo
promedio. Poca estatura para mi peso, poca hermosura para el estándar. Y lloro
frente al espejo porque en casa dejó de habitar un cuerpo junto al mío. Y su
ausencia en cada espacio de la casa taladra mi conciencia y me hace suponer
demasiados escenarios del “hubiera” y la foto digital que observo varias veces
donde está su cuerpo en mi cotidianidad, se transforma en ironía de la
permanencia que dejó de ser, pero quedó atrapada en el tiempo.