miércoles, diciembre 20

Sobre la escritura



Escribo mientras Piazzolla me acompaña.
Quisiera escribir las claves del universo,
la sonata más melódica,
el tratado filosófico que resuelva el misterio de la conciencia
y sus exabruptos…
pero no puedo.
¿Acaso lo mío será soberana incompetencia?
¿Qué hacer ante la fuga de inspiración o del talento?
¿Qué haría Olmo?
¿Qué cosa, Funes, Agrippa o Samsa?
La duda flota y se confunde con los acordes que saturan la atmósfera
¿Qué hacer, entonces?
Bailar.
Ante la duda, la incertidumbre, el llanto… bailar.
Bailar evocando épocas y ritmos de la memoria ancestral
movimiento de traslación que lleva al éxtasis.
Bailarlo todo.
Bailar siempre,
         en cada oportunidad,
         en cualquier sitio,
         sin razón, sin pausa.
Después, la vida es otra.


miércoles, diciembre 13

no more stories


PRESCRIPCIÓN MÉDICA:
“No more poetry
Lo que se ha hecho. Lo que ya NO se hará.
Construyo panteones donde sepulto nuestros cadáveres exquisitos.
“Más sabe el diablo por viejo”.
Manipulación mediática.
Falacias. Todas son falacias.
Mi nariz. Mis ojos. Mis manos.
El hemisferio izquierdo que no funciona.
Tampoco el derecho.
Cuerpo calloso desesperado, intransigente.
Mi sexo aferrado a lo inasible.
Afasia. Tumor que estaba. Ya no está. En realidad, nunca se ha marchado.
a-rac-noi-do-ce-le.
“La vida es demasiado breve para vivir atormentado”.
No more looks.
Usted está aquí.                                                                                         

Yo.
Tú.
Él.
Ellos, no.
Nada. Todo. Siempre.
“El hambre se forja en líneas rectas”.
Ellos dicen que la verdad es muda, que la muerte tiene dos filosas lenguas.
[Que la bendición del unicornio de colores se derrame sobre todos nosotros].
No more rainbow.
No more sirens.
La poeta ha muerto. 

martes, diciembre 5

Diálogos

Desde mi furia, vida, desde mi furia.
Desde mi llanto, desde mi voz.
Desde las profundidades y la conciencia.
Desde mi sombra, desde el parpadeo y cada poro.
Desde ahora y para siempre.
Desde mis gestos y con mis manos
clamo tu nombre,
el lenguaje es tu morada.
Aída. Aída. Aída.
¿Quién vas a ser, Aída?
Habitante.
Ahora, ¿qué vas a hacer, Aída?

lunes, diciembre 4

Matar a la princesa

En días pasados tuve una epifanía, una revelación absoluta. Quizá no sorprendente para la humanidad entera, pero fue todo un descubrimiento para mí misma. Quiero pensar que ese descubrimiento quedará para las generaciones que vienen en mi familia y que es ya la ruptura con la tradición de maltrato que heredé de manera ancestral. Cuando pienso en mis abuelas, en mi madre, en mis tías, y en mi propia historia, pienso en la gran fortaleza y el espíritu de constancia que han tenido todas; en mayor o menor medida siempre fueron mujeres que salieron adelante, cuyos hijos fueron motores para no dejarse vencer por nada; lo siguiente que pienso es en su eterno sufrimiento; en las maneras que inventaron para llorar menos, para ocultar los golpes, para disimular el maltrato emocional que vivieron y en el cansancio de sus ojos por tanto resistir. Agradezco profundamente que hayan sido tan fuertes, que parte de su resistencia y lucha continua la tenga en mi carácter; lo que me hubiera gustado no heredar es ese condicionamiento al llanto y al sufrimiento.

Cada mujer en mi familia vivió el amor de pareja de manera violenta, con el maltrato como moneda de transacción; sí, muchas lucharon, se defendieron, otras tuvieron momentos de derrota, pero ninguna tuvo el valor de dejar de estar en eterna guerra e irse. Mi abuela ahora está muerta y desde niña me contó el maltrato que sufrió por parte de mi abuelo. Me contó de sus engaños, de sus golpes, de los más de 10 hijos que tuvo fuera del matrimonio, de su abandono. Mi abuela fue una mujer fuerte, una guerrera que se hizo cargo de sus hijos sin ayuda de mi abuelo y siempre salió a la calle con la frente en alto, llena de dignidad y orgullo. Sin embargo, cuando mi abuelo enfermó de muerte fue ella quien cuidó de él hasta el último día de su vida. Y en ese trayecto que duró años, volvió a ser golpeada por él. Esta historia se repitió, continúa repitiéndose en mis tías, en mi madre un poco menos, en mí, ahí está. Con diferentes escenarios, detalles más, detalles menos y otros personajes, pero la historia es la misma. Eterna lucha dentro del hogar, donde debería ser un lugar seguro; encarnizada guerra con el “amor” (sí, así entre comillas).

Cuando fui adolescente me cuestioné estas cosas, me prometí a mí misma que eso no me pasaría jamás. Qué equivocada estaba. Luego crecí otro poco, estudié más que todas las demás en mi familia (continúo incluso estudiando ahora), pasaron los años y los hombres violentos por mi vida. Uno, otro, el que sigue y así… hasta que entendí que no se trataba de grados universitarios, ni de investiduras que pudiera usar. Se trataba de mí, de lo que entiendo yo por amor, de lo que permito yo en mi vida, del respeto que yo misma me tenga.

Algo sí tuve y he tenido a favor siempre, algo de conciencia. Aún con mis tropiezos con el “macho Alpha, lomo plateado, pelo en pecho” me resistí a creer que el amor solamente significara eso; que doliera tanto, que me exigiera la renuncia total a mí y mi esencia para poder tenerlo. Y en esa conciencia busqué respuestas en diferentes lugares y formas. Leí sobre psicología, un poco de kabbalá, otro tanto de desarrollo humano, de coaching, un poco más de feminismo… de todo un poco y así de ecléctico para poder encontrar un argumento, o varios, que satisficieran mi tremenda sed de respuestas.

Así que después de enemil cursos transformacionales, terapia, medicamentos para la depresión, lecturas (hasta de tarot), charlas con verdaderos amigos, reflexión, meditación, ejercicio, fueron haciendo lo suyo, poco a poco. A veces creo que el proceso ha sido lento, pero en otras me parece que ha sido tan significativo y contundente que ha tomado el tiempo justo, que no es posible de otra manera.

Mi revelación llegó un día, después de una sesión de terapia. Nunca he amado a un hombre que sea mi pareja. Es duro aceptarlo, es duro leerlo, pero es real y seguramente sería más duro aún no asumirlo jamás. ¿Por qué estoy tan segura de que no lo he hecho? Por que el amor que resiste humillaciones y maltrato no es amor, es condicionamiento que heredé y que no había sido consciente de ello. El amor no es aquello que aprendí. El amor no es miedo, inseguridad, tampoco negación de mí misma o manipulación. Hoy lo tengo claro. El amor yo lo construyo y lo defino como yo quiero. Y en mi conciencia de hoy, lo hago amable, cálido, libre, sin culpas, divertido. El amor es la expresión mía y del otro en la total seguridad de ser juntos sin dejar de ser yo misma. El amor no es completar porque yo, también el otro, nacimos completos.

Mi segunda revelación fue producto de la anterior. Creo que el problema no es el príncipe azul (o sí, lo es también, pero desde mi responsabilidad hoy no es así). El problema es la búsqueda de la princesa para encontrar al príncipe azul. Ojo, ser princesa no es ser guapa, arreglada, vanidosa… es tener la necesidad de ser rescatada y protegida…por el hombre “amado”. Es crecer pensando que necesitamos protección y que los hombres son quienes nos protegerán del mundo y sus peligros. Así que es necesario matar a la princesa; asesinarla y dejarla enterrada en un bosque lejano para no volver a saber de ella. Esta idea no es producto de las películas de Disney es producto de la educación, de la cultura imperante, del ejemplo que nos dieron de niñas. Ser una princesa es creer que cuando alguien me maltrata es porque hay algo malo en mí, porque no fui lo suficientemente buena, o linda, o dispuesta… Dejar de ser princesa es asimilar que no hay nada malo en mí, que soy quien decida porque me construyo a mí misma para mi bienestar; que no necesito que el “amor” de un hombre me dé felicidad porque eso es responsabilidad y búsqueda únicamente mía.

Matar a la princesa no es sencillo, cada una debe librar esa batalla a muerte y ganarla. Su muerte simbólica es la conquista de la libertad, la independencia y la seguridad que se necesitan para resignificar el amor y para evitar la violencia de pareja. Los finales felices existen, pero sólo podrían contarlos los muertos y los muertos no hablan. La búsqueda del final feliz es una mentira absoluta porque cada día es un principio y un final que se concatena con otros, pero nadie es una historia narrada completa, a menos que se encuentre en su funeral. Matar a la princesa significa ser real, auténtica, tal y como decida construirme a lo largo de la vida y, con eso, abrir la posibilidad de encontrarme con gente así de real para compartir la concatenación de momentos.

Hace poco una persona con una cálida sabiduría me dijo “no podemos juzgar un periodo fuera de su ethos. Es decir, no te juzgues por tu parte histórica porque es necesaria para aprender”. Y sí, fue un bálsamo para darle fin al sufrimiento y castigo que me di por tropezar otra vez con el mismo error.

Nos transformamos diariamente, la conciencia despierta de a poco. No es justo que debamos pasar por tanta violencia para entender lecciones tan profundas, quizá no y por eso nuestras hijas tendrán más herramientas y mejores posibilidades gracias a este grano de arena. Y, lo más importante, ellas no serán jamás princesas. La princesa muere en mí ahora.