Caminar
por las calles del centro de Oaxaca durante un par de horas. Mirar el color, la
belleza de los trazos que parecieran sacados de un exvoto. Sentir el calor, la
gente transitando en la brevedad de las banquetas. Esa ciudad o, por lo menos,
esa parte de la ciudad es bella. No solamente es bella por su colorido, sin por
la intención de embellecerla a través de la conservación de arquitectura colonial.
Me resulta bella, claro. Ataviada con las formas y colores que parecen saturar
de alegría por completo este pedazo de mundo. Después de un rato de mirar con
cuidado y detenimiento puedo darme cuenta que esa belleza resulta del exotismo
con el que se mira la otredad. Esa otredad que se dispone con sus colores llamativos,
sus calles pulcras y conservadas, para el deleite de otro que mira desde
afuera. No está hecha para quienes la habitan, ni siquiera para quienes la visitamos
sin miras al turismo sino por azares de la vida. Se hizo para gente que no pertenece,
ni conoce, ni entiende qué hay detrás de sus formas y colores. Y eso, después
de meditarlo mucho, duele.
Duele
porque esa ilusión turística justificada con la derrama económica que, según
las estadísticas, beneficia a la población, no permite que se vea la cotidianidad
que la gente propia debe sortear cada día.
Las
mujeres con sus ropas coloridas y bordadas caminan por las calles llevando a
cuestas sus hijos y sus tejidos para la venta. Se quedan dormidas a la entrada
del mercado mientras su canasto de tlayudas exhibe esa preciada mercancía. La
gente de ahí no puede transitar como los otros que les toman retratos como si
se tratase de extraños ejemplares.
Camino
y veo, dentro de construcciones coloniales perfectamente restauradas y
pintadas, joyerías, tiendas de ropa típica, heladerías, chocolaterías… tiendas
y tiendas donde ninguno de esos hombres y mujeres que hacen del centro de
Oaxaca una tierra colorida podrán entrar a comprar alguna de esas piezas tan
populares y cotizadas.
Cualquiera
que visite la ciudad no creerá lo que pasa en ese estado. Nadie creería que se
trata del segundo estado más violento del país (país que, por cierto, es uno de
los más violentos a nivel mundial). Y, aunado a la violencia, existe un dato
impresionante sobre analfabetismo y desempleo en ese bello estado tan turístico
y colorido.
Por
otra parte, hace poco, tras una lectura de Andrés Oppenheimer[1]
donde mostraba el panorama global de los países que se encuentran a la
vanguardia en innovación tecnológica con una visión y, claramente, una postura,
tecnificadora y totalmente rosa del futuro, quedé horrorizada por aquello que
leí entre líneas. No fueron las palabras ahí plasmadas, sino las que no dijo y
que se intuyen las que cimbraron todo mi ser. Se trataba de una oda a la
tecnología que, según los “optimistas”, irá transformando de manera drástica la
forma de producir en el mercado. La cuestión es que esta llamada segunda revolución
industrial pretende la suplantación de las masas manufactureras por la
producción a partir de impresoras 3D. Lo horrorizante de esta visión es que se
trata de una megatendencia que ha iniciado una competencia corporativa de las
grandes naciones para controlar ese nuevo mundo basado en la tecnología. Uno de
los entrevistados fue, precisamente, uno de los primeros diseñadores de este
tipo de impresoras quien, al ser interrogado sobre el futuro de los países manufactureros,
simplemente comentó: “se adaptarán como en el pasado la gente se adaptó en la primera
revolución industrial”; posteriormente, Oppenheimer lo cuestiona sobre esas
plazas de trabajo que irán, poco a poco o quizá a mayor velocidad de la que se
espera, desapareciendo mencionó que se trataba de “puestos de trabajo por los cuales
no vale la pena pelear”.
Me
pregunto yo, si esa tecnificación del mundo hará que no quepa gente que ocupa
los puestos de trabajo informal, operativo y manufacturero ¿qué hará con esas
personas? Además, es necesario recordar que “esa gente” es mayoría, la
componemos muchos de nosotros. Tan solo en Oaxaca el 67% de la población vive
en condiciones de pobreza y el 28% en pobreza extrema. Es decir, tan sólo el 5%
de la población total oaxaqueña que asciende a 967 mil 889 habitantes tiene
acceso a una vida digna. Esa gente es la que, principalmente, le pone color a
lugares como Oaxaca[2].
El
miedo queda porque, entonces, el genocidio a gran escala ya no parece un
recurso fílmico de ciencia ficción, sino una posibilidad hacia la que
transitamos sin poner la atención suficiente.
[1]
Andrés Oppenheimer, ¡Crear o morir! La esperanza para América Latina y las
cinco claves de la innovación, 2017, Editorial Debolsillo.
[2]
Datos estadísticos sacados de la Encuesta Intecensal 2015 del INEGI.