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Existe
una condena tácita en el aire,
una
que se vive de forma silenciosa
[violentamente callada]
comprimida
en la médula de la consciencia,
atrapada
en una malsana tradición ancestral
y resulta
hoy, a mis treinta años,
que soy culpable
de los hombres que no lo son
de los que abandonan o golpean
porque no elegí adecuadamente el cromosoma ideal
porque soy “equis-equis”
porque la liberación femenina es “mera
provocación”
y ahora no sólo tengo un perfil ejecutivo
sino también una pila de trastes esperando en la
casa
y la educación de los hijos
y los pisos o ropa que lavar
porque mi independencia crea holgazanes,
porque mi libertad es pretexto para condena,
y soy culpable –dicen–
porque no guardo silencio,
porque digo lo que pienso,
y sí, soy culpable –grito–
de pensar,
de renacer,
de alzar la voz y reír a carcajadas
porque mi vida es mía
porque no admito posesiones.
Soy
culpable, sí
de
elegir mi libertad por encima de todo.
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