jueves, marzo 28

Crónica tardía de una noche fabulosa


Ciudad de México, 27 de marzo del 2019.
Mucho se ha dicho ya sobre la universalidad de la música. Sin duda se trata de un lenguaje que transciende las barreras que otros lenguajes podrían provocar entre la gente. Puede pensarse que se trata del heterónimo de todos los lenguajes. Numerosos genios dejaron un legado artístico a lo largo de los siglos cifrado en lenguaje musical y, muchos otros, más modernos, han nacido para establecer un diálogo diacrónico que deleite a quienes solo somos capaces de sentir ese lenguaje acaso como una experiencia religiosa.
Ese martes de primavera miles nos reunimos en La Plaza de la República para escuchar a uno de los mejores chelistas del planeta y, sin temor a equivocarme, el mejor ejecutante de Bach: Yo-Yo Ma.
Hablar de la logística del evento, de la disposición de las plazas, de las fallas de audio resulta un poco redundante cuando se sabe, de antemano, que los eventos culturales en México no son organizados por la gente adecuada. Así que considero más interesante centrarme en las sensaciones.
Cuando la presentadora llegó al escenario, el ruido de la gente era impresionante. Las personas iban y venían, muchos quedaron de pie y ocuparon los espacios vacíos justo frente a los asientos. Los abucheos y coros para que se quitaran de enfrente no se hicieron esperar. La presentadora alcanzó a decir que en 10 minutos llegaría el chelista al escenario.
La iluminación cambió y el artista comenzaba a aparecer en las pantallas de circuito cerrado al mismo tiempo que el silencio de los asistentes se hacía presente. Se trató de un silencio cuya naturaleza no fue otra sino la urgencia de escuchar lo que estaba por comenzar. Yo-Yo Ma llegó al escenario para saludar con una franca sonrisa a quienes nos encontrábamos ahí. Acto seguido, dio por inaugurado el concierto con una dedicatoria que fue conmovedora. “Dedico este concierto a los desaparecidos, a sus familias y a todos aquellos que han sufrido violencia”. Apenas unos segundos después de que se escuchó su voz, el conteo por los 43 estudiantes se hizo presente al unísono en toda la plaza. Un evento artístico organizado por el Estado y dedicado a las muertes que el mismo Estado ha provocado a lo largo de los años, dejó ver no solamente la empatía del artista sino su postura frente al arte. El hecho artístico que deleita es también un hecho político.
Al iniciar el concierto no se escuchaba ningún ruido perturbando el ambiente. La suite N° 3 en Do mayor habitó aquel silencio delicadamente hasta poblar todos los sentidos. Y es que, el propio Yo-Yo Ma invitaba con cada movimiento del arco sobre las cuerdas a la evocación con todos los sentidos. Es así como mi vista no se posó en las grandes pantallas, sino que se concentró en el cielo despejado y con cada nota me dejé envolver por el viento frío, por el sonido lejano de las hojas de los árboles. Así, mirando la noche y las luces de la otra parte de la ciudad que jamás se detiene me dejé llevar a muchos sitios en el recuerdo de cada vez que había escuchado esa sonata.
Recorrí varios años de mi vida, varios pensamientos que había olvidado, la sensación del suelo frío de una noche en la que, tumbada en el centro de mi sala, escuchaba esa misma melodía en la madrugada sintiendo el duelo de la muerte cercana. Recordé el poema que escribí al día siguiente. Ese juego de espejos que reflejan el infinito en la memoria me hacía ir y venir del presente a los múltiples pasados.
Entre cada una y otra sonata regresaba a la realidad para acomodarme en la silla, palpar lo cercano y tangible a mi lado, para conectarme con el momento presente en medio de la gente, en la noche, en la plaza. Esos intermedios se trataron de un viaje exprés entre mis evocaciones y el presente.
En la tercera suite empecé a preguntarme qué sería lo que cruzaba en la mente de ese artista con cada nota musical. ¿Cómo vive cada interpretación de un repertorio que lo ha acompañado gran parte de su vida?, ¿qué siente con cada escenario que pisa? Y de nuevo esas preguntas me hicieron estar en otro tiempo, uno donde escuché por primera vez la Suite 6 en Re mayor. Era mucho más joven, con una bebé en brazos. La piel se me erizó mientras escuchaba un disco viejo de Bach que encontré entre las cosas de mi abuela. Desde entonces y hasta ahora ha pasado tanto que pareciera que se trató de una realidad alterna en la que yo era otra muy ajena a mi presente. Mi otra yo a veces me resulta un recuerdo que no alcanzo a descifrar por completo. Al finalizar la última suite la gente lo aclamó de pie y el concierto llegaba a su fin. Yo-Yo Ma se dirigió de vuelta al auditorio para anunciar que cerraría con un ensamble musical de “La llorona” en voz de Lila Downs.
Lila y Yo-Yo Ma se despidieron y la gente empezó a irse de la plaza, comencé a sentir una tibieza extraña que me dejaba temblar por el frío al mismo tiempo que cubría mi espíritu. La felicidad es una rara sensación que se deja experimentar por breves momentos en la vida. Y esa felicidad fue producto del viaje, de la música, de la estampa completa de esa noche. Incluso lo no dicho aquí construye lo prodigioso de esa velada.  
Y para no traicionar la tan atinada afirmación que Breton hizo de México en 1938, al salir del perímetro del concierto, un indigente de edad avanzada que llevaba un par de muletas se encontraba en medio del paso con una petición sui géneris que decía: “Órale, hijos de su puta madre, denme una moneda”. La gente pasaba junto a él riendo a carcajadas.
Quizá esta crónica reafirme mi tendencia a la sobreinterpretación constante de la vida y sus acontecimientos; tal vez sea prueba de que, así como existe en otros el oído absoluto, exista en mí una rara condición de vista absoluta que me permite aislar fragmentos de la áspera realidad de mis tiempos para poder construir dioramas de un mundo casi hermoso.


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