XXXVI
Se terminaron
mis fuerzas
mis
ganas de nombrarte.
Siempre
supe
que
el recuerdo, a tanto recurrirlo
se
desgasta,
se
somete al olvido o al desgano.
De
tanto odiarte, Difunto,
se me
hizo polvo el cariño
se
achicó mi fe.
Difunto,
y mis manos,
después
de tanto asir,
te pudieron
soltar.
XXXVII
Difunto,
en tu
persecución insensata
por
embaucarme con tu voz
y tu
manía
de cohonestar
cada uno de tus actos,
has
provocado,
no
sólo mi apatía,
sino
el desamor con que te escribo.
XXXVIII
Devoraré
tus silencios
serán
las mentiras,
tu ausencia,
el
pan y el vino,
el
acto eucarístico más grande,
el
sacramento tatuado por el cuerpo
con
que recordaré
tu
tránsito devastador por mi sendero.
Y ahora,
Difunto,
guardo
un minuto de silencio
por tu
sueño eterno;
lo dejo
atorado
en la
garganta de los ciegos,
de los
moribundos,
en la
lectura de los sabios.
Y te
veo morir, con desgano,
en
medio de este ritual memorífago.
XXXIX
Después
de tanto,
Difunto,
observo tus ojos
con miradas
agónicas
—estertóricas—
los contemplo
con mi aliento memoricida
—crotálico—
y te
veo morir con prisa…
Así pasa,
Difunto,
los
muertos, a pesar del dolor
y
después de las lágrimas
terminan
olvidados
en
una tumba fría,
en un
panteón sereno,
donde
ya nadie los visita.
XL
En
una cuarentena de actos te suicido,
te
aplico la eutanasia,
te
aviento al precipicio,
desuello
tu presencia.
En
una sarta de versos dolorosos
me
despido,
te
destituyo de estos labios,
te arrojo
a la indiferencia.
En
ese montón de llanto desenfadado,
escrito
a punta de rabia y de nostalgia,
he
inmolado la fe,
mas
no la mía,
sino
la que tuve en ti.
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