sábado, noviembre 10

Difunto (parte 7, final)
















XXXVI

Se terminaron mis fuerzas
mis ganas de nombrarte.
Siempre supe
que el recuerdo, a tanto recurrirlo
se desgasta,
se somete al olvido o al desgano.

De tanto odiarte, Difunto,
se me hizo polvo el cariño
se achicó mi fe.

Difunto, y mis manos,
después de tanto asir,
te pudieron soltar.

XXXVII

Difunto,
en tu persecución insensata
por embaucarme con tu voz
y tu manía
de cohonestar cada uno de tus actos,
has provocado,
no sólo mi apatía,
sino el desamor con que te escribo.

XXXVIII

Devoraré tus silencios
serán las mentiras,
tu ausencia,
el pan y el vino,
el acto eucarístico más grande,
el sacramento tatuado por el cuerpo
con que recordaré
tu tránsito devastador por mi sendero.

Y ahora, Difunto,
guardo un minuto de silencio
por tu sueño eterno;
lo dejo atorado
en la garganta de los ciegos,
de los moribundos,
en la lectura de los sabios.
Y te veo morir,  con desgano,
en medio de este ritual memorífago.


 XXXIX

Después de tanto,
Difunto, observo tus ojos
con miradas agónicas
—estertóricas—
los contemplo con mi aliento memoricida
—crotálico—
y te veo morir con prisa…
Así pasa, Difunto,
los muertos, a pesar del dolor
y después de las lágrimas
terminan olvidados
en una tumba fría,
en un panteón sereno,
donde ya nadie los visita.

XL

En una cuarentena de actos te suicido,
te aplico la eutanasia,
te aviento al precipicio,
desuello tu presencia.

En una sarta de versos dolorosos
me despido,
te destituyo de estos labios,
te arrojo a la indiferencia.

En ese montón de llanto desenfadado,  
escrito a punta de rabia y de nostalgia,
he inmolado la fe,
mas no la mía,
sino la que tuve en ti.

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