Ciudad de
México, 27 de marzo del 2019.
Mucho
se ha dicho ya sobre la universalidad de la música. Sin duda se trata de un
lenguaje que transciende las barreras que otros lenguajes podrían provocar
entre la gente. Puede pensarse que se trata del heterónimo de todos los
lenguajes. Numerosos genios dejaron un legado artístico a lo largo de los siglos
cifrado en lenguaje musical y, muchos otros, más modernos, han nacido para
establecer un diálogo diacrónico que deleite a quienes solo somos capaces de sentir ese lenguaje acaso como una
experiencia religiosa.
Ese
martes de primavera miles nos reunimos en La Plaza de la República para escuchar
a uno de los mejores chelistas del planeta y, sin temor a equivocarme, el mejor
ejecutante de Bach: Yo-Yo Ma.
Hablar de
la logística del evento, de la disposición de las plazas, de las fallas de
audio resulta un poco redundante cuando se sabe, de antemano, que los eventos
culturales en México no son organizados por la gente adecuada. Así que considero
más interesante centrarme en las sensaciones.
Cuando
la presentadora llegó al escenario, el ruido de la gente era impresionante. Las
personas iban y venían, muchos quedaron de pie y ocuparon los espacios vacíos
justo frente a los asientos. Los abucheos y coros para que se quitaran de
enfrente no se hicieron esperar. La presentadora alcanzó a decir que en 10
minutos llegaría el chelista al escenario.
La
iluminación cambió y el artista comenzaba a aparecer en las pantallas de circuito
cerrado al mismo tiempo que el silencio de los asistentes se hacía presente. Se
trató de un silencio cuya naturaleza no fue otra sino la urgencia de escuchar
lo que estaba por comenzar. Yo-Yo Ma llegó al escenario para saludar con una
franca sonrisa a quienes nos encontrábamos ahí. Acto seguido, dio por
inaugurado el concierto con una dedicatoria que fue conmovedora. “Dedico este
concierto a los desaparecidos, a sus familias y a todos aquellos que han
sufrido violencia”. Apenas unos segundos después de que se escuchó su voz, el
conteo por los 43 estudiantes se hizo presente al unísono en toda la plaza. Un evento
artístico organizado por el Estado y dedicado a las muertes que el mismo Estado
ha provocado a lo largo de los años, dejó ver no solamente la empatía del
artista sino su postura frente al arte. El hecho artístico que deleita es
también un hecho político.
Al
iniciar el concierto no se escuchaba ningún ruido perturbando el ambiente. La suite
N° 3 en Do mayor habitó aquel silencio delicadamente hasta poblar todos los sentidos.
Y es que, el propio Yo-Yo Ma invitaba con cada movimiento del arco sobre las
cuerdas a la evocación con todos los sentidos. Es así como mi vista no se posó
en las grandes pantallas, sino que se concentró en el cielo despejado y con
cada nota me dejé envolver por el viento frío, por el sonido lejano de las
hojas de los árboles. Así, mirando la noche y las luces de la otra parte de la
ciudad que jamás se detiene me dejé llevar a muchos sitios en el recuerdo de
cada vez que había escuchado esa sonata.
Recorrí
varios años de mi vida, varios pensamientos que había olvidado, la sensación
del suelo frío de una noche en la que, tumbada en el centro de mi sala, escuchaba
esa misma melodía en la madrugada sintiendo el duelo de la muerte cercana. Recordé
el poema que escribí al día siguiente. Ese juego de espejos que reflejan el
infinito en la memoria me hacía ir y venir del presente a los múltiples
pasados.
Entre
cada una y otra sonata regresaba a la realidad para acomodarme en la silla, palpar
lo cercano y tangible a mi lado, para conectarme con el momento presente en
medio de la gente, en la noche, en la plaza. Esos intermedios se trataron de un
viaje exprés entre mis evocaciones y el presente.
En
la tercera suite empecé a preguntarme qué sería lo que cruzaba en la mente de
ese artista con cada nota musical. ¿Cómo vive cada interpretación de un repertorio
que lo ha acompañado gran parte de su vida?, ¿qué siente con cada escenario que
pisa? Y de nuevo esas preguntas me hicieron estar en otro tiempo, uno donde
escuché por primera vez la Suite 6 en Re mayor. Era mucho más joven, con una bebé
en brazos. La piel se me erizó mientras escuchaba un disco viejo de Bach que encontré
entre las cosas de mi abuela. Desde entonces y hasta ahora ha pasado tanto que
pareciera que se trató de una realidad alterna en la que yo era otra muy ajena
a mi presente. Mi otra yo a veces me resulta un recuerdo que no alcanzo a
descifrar por completo. Al finalizar la última suite la gente lo aclamó de pie
y el concierto llegaba a su fin. Yo-Yo Ma se dirigió de vuelta al auditorio
para anunciar que cerraría con un ensamble musical de “La llorona” en voz de
Lila Downs.
Lila
y Yo-Yo Ma se despidieron y la gente empezó a irse de la plaza, comencé a
sentir una tibieza extraña que me dejaba temblar por el frío al mismo tiempo
que cubría mi espíritu. La felicidad es una rara sensación que se deja
experimentar por breves momentos en la vida. Y esa felicidad fue producto del
viaje, de la música, de la estampa completa de esa noche. Incluso lo no dicho
aquí construye lo prodigioso de esa velada.
Y
para no traicionar la tan atinada afirmación que Breton hizo de México en 1938,
al salir del perímetro del concierto, un indigente de edad avanzada que llevaba
un par de muletas se encontraba en medio del paso con una petición sui géneris que decía: “Órale, hijos de
su puta madre, denme una moneda”. La gente pasaba junto a él riendo a
carcajadas.
Quizá
esta crónica reafirme mi tendencia a la sobreinterpretación constante de la
vida y sus acontecimientos; tal vez sea prueba de que, así como existe en otros
el oído absoluto, exista en mí una rara condición de vista absoluta que me
permite aislar fragmentos de la áspera realidad de mis tiempos para poder
construir dioramas de un mundo casi hermoso.