Leo
poemas que me dictan tus ojos.
Remarco
algunas palabras imaginarias
-no todas-
sólo aquellas
que creo adivinar de facto,
conjeturo lugares comunes donde confluyen frases sofisticadas de Darío o Neruda,
de
Lorca o Pizarnik,
delineo
tus labios en un recuerdo inmediato-lejano por la distancia de la mesa;
la
mesa,
ese
lugar-mobiliario-artefacto-barrera que sostiene una solitaria taza de café
que
me aleja y me mantiene a una distancia irónicamente apropiada.
Pierdo
el hilo de la conversación varias veces.
Lo
notas.
No
dices nada.
Tampoco
yo;
fingimos en tácito acuerdo.
Miro
por la ventana para hurgar en mis recuerdos
y
entonces,
a las
diecinueve horas con veinte minutos tiempo del centro
-y en el centro-
me estremeces
y quiero huir,
pagar la cuenta
mojarme bajo la lluvia,
desearte suerte y permanecer en silencio
-olvidarte,
perderte-
abrazar mi almohada para provocar el olvido...
pero sería inútil:
hasta
mis sábanas tienen la impresión de tu aroma,
el
recuerdo de alguna noche nuestra.
Suspiro
y me quedo a pesar de mis lágrimas o silencios,
o por
lo menos, eso creo.
[Reforma, junio 20, 19:20]
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